miércoles, 28 de marzo de 2018

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La abeja reina






Tres hermanos habían partido, cada uno por su lado, en busca de fortuna. Los mayores eran apuestos e inteligentes. El menor, llamado Benjamín, no tan guapo y un poco distraído. Meses después se encontraron. Los grandes se rieron de Benjamín y le comentaron: “Si nosotros, con todo nuestro ingenio no hemos podido salir adelante, ¿cómo quieres hacerlo tú, siendo tan bobo?” Andando, llegaron a un hormiguero. Los mayores quisieron revolverlo para divertirse viendo cómo corrían los asustados insectos. Pero Benjamín intervino—Déjenlas en paz. No las molesten. Pasos más adelante encontraron un lago con docenas de patos silvestres. Los mayores propusieron apoderarse de un par de ellos para asarlos y comerlos. Pero Benjamín se opuso: —Déjenlos en paz. No los molesten. Por último, en el tronco de un árbol, hallaron una colmena. Producía tanta miel que ésta escurría por las ramas. Los hermanos mayores planeaban encender una hoguera para hacer un espeso humo, expulsar a las abejas y comerse toda la miel. Pero Benjamín salió en su defensa: —Déjenlas en paz. No las molesten.

Cansados de caminar sin rumbo, llegaron finalmente a un pequeño pueblo donde, por efecto de un hechizo, todos los animales y los habitantes se habían convertido en figuras de piedra. Entraron al gran palacio. La corte y el rey habían sufrido el encantamiento de otra manera: habían caído en un sueño profundo. Tras recorrer las galerías los tres hermanos llegaron a una habitación donde había un hombrecillo de corta estatura. Al verlos, éste no les dijo nada. Simplemente los tomó del brazo y los condujo a una mesa donde estaban servidos ricos manjares. Cuando terminaron de cenar, sin pronunciar palabra, llevó a cada uno a un confortable dormitorio. Los tres durmieron un sueño reparador, y despertaron llenos de energía al día siguiente. El hombrecillo fue por el hermano mayor y lo llevó a una mesa de piedra para darle de desayunar. Sobre ella estaban escritas las tres pruebas que debía superar para librar al pueblo del encantamiento.

La primera era ésta: en el bosque, bajo el musgo, estaban las mil perlas de la princesa. Había que buscarlas todas antes de que el sol se pusiera y traerlas al palacio. Si no las hallaba, él mismo se convertiría en piedra. El mayor fue pero, a pesar de su esfuerzo, sólo halló cien, y se convirtió en piedra. Al día siguiente, el segundo hermano realizó la prueba, pero sólo halló doscientas y también se convirtió en piedra.

Llegó el turno de Benjamín. Éste llegó temprano y se puso a buscar en el musgo. Casi no encontraba ninguna y se sentó en una piedra a llorar de aflicción. Pero por allí andaba el rey del hormiguero que él había salvado. Venía acompañado de cinco mil hormigas para ubicar las perlas. En muy poco tiempo habían encontrado todas y las juntaron en un montón. Cuando volvió al palacio para entregarlas, Benjamín encontró que le esperaba la segunda prueba. La llave de la alcoba de la princesa se había caído al fondo del lago. Era necesario recuperarla. Al llegar a la orilla vio a los patos que había protegido de sus hermanos. Todos se sumergieron bajo el agua y, en cuestión de minutos, uno traía la dorada llave en el pico. La tercera prueba era la más difícil. Entre las tres hijas del rey, que estaban dormidas hacía meses, había que escoger a la menor, que era la más buena. El problema es que eran muy parecidas. Sólo las diferenciaba un detalle: Las dos mayores habían comido un terrón de azúcar, y la menor, una cucharada de miel. “¿Qué haré?” pensó Benjamín muy apurado. Pero entonces, por la ventana entró volando la reina de las abejas y se posó en la boca de la que había comido miel. De este modo, Benjamín reconoció a la más buena. En ese mismo instante se rompió el encantamiento. Los habitantes del palacio despertaron y todas las figuras de piedra recuperaron su forma humana. Benjamín se casó con la princesa más joven y, años después, llegó a ser rey. Sus hermanos, liberados también del hechizo, se casaron con las otras dos hermanas.