La abeja reina
Tres
hermanos habían partido, cada uno por su lado, en busca de fortuna. Los mayores
eran apuestos e inteligentes. El menor, llamado Benjamín, no tan guapo y un
poco distraído. Meses después se encontraron. Los grandes se rieron de Benjamín
y le comentaron: “Si nosotros, con todo nuestro ingenio no hemos podido salir
adelante, ¿cómo quieres hacerlo tú, siendo tan bobo?” Andando, llegaron a un
hormiguero. Los mayores quisieron revolverlo para divertirse viendo cómo
corrían los asustados insectos. Pero Benjamín intervino—Déjenlas en paz. No las
molesten. Pasos más adelante encontraron un lago con docenas de patos
silvestres. Los mayores propusieron apoderarse de un par de ellos para asarlos
y comerlos. Pero Benjamín se opuso: —Déjenlos en paz. No los molesten. Por
último, en el tronco de un árbol, hallaron una colmena. Producía tanta miel que
ésta escurría por las ramas. Los hermanos mayores planeaban encender una
hoguera para hacer un espeso humo, expulsar a las abejas y comerse toda la
miel. Pero Benjamín salió en su defensa: —Déjenlas en paz. No las molesten.
Cansados
de caminar sin rumbo, llegaron finalmente a un pequeño pueblo donde, por efecto
de un hechizo, todos los animales y los habitantes se habían convertido en
figuras de piedra. Entraron al gran palacio. La corte y el rey habían sufrido
el encantamiento de otra manera: habían caído en un sueño profundo. Tras
recorrer las galerías los tres hermanos llegaron a una habitación donde había
un hombrecillo de corta estatura. Al verlos, éste no les dijo nada. Simplemente
los tomó del brazo y los condujo a una mesa donde estaban servidos ricos
manjares. Cuando terminaron de cenar, sin pronunciar palabra, llevó a cada uno
a un confortable dormitorio. Los tres durmieron un sueño reparador, y
despertaron llenos de energía al día siguiente. El hombrecillo fue por el
hermano mayor y lo llevó a una mesa de piedra para darle de desayunar. Sobre
ella estaban escritas las tres pruebas que debía superar para librar al pueblo
del encantamiento.
La
primera era ésta: en el bosque, bajo el musgo, estaban las mil perlas de la
princesa. Había que buscarlas todas antes de que el sol se pusiera y traerlas
al palacio. Si no las hallaba, él mismo se convertiría en piedra. El mayor fue
pero, a pesar de su esfuerzo, sólo halló cien, y se convirtió en piedra. Al día
siguiente, el segundo hermano realizó la prueba, pero sólo halló doscientas y
también se convirtió en piedra.
Llegó
el turno de Benjamín. Éste llegó temprano y se puso a buscar en el musgo. Casi
no encontraba ninguna y se sentó en una piedra a llorar de aflicción. Pero por
allí andaba el rey del hormiguero que él había salvado. Venía acompañado de
cinco mil hormigas para ubicar las perlas. En muy poco tiempo habían encontrado
todas y las juntaron en un montón. Cuando volvió al palacio para entregarlas,
Benjamín encontró que le esperaba la segunda prueba. La llave de la alcoba de
la princesa se había caído al fondo del lago. Era necesario recuperarla. Al
llegar a la orilla vio a los patos que había protegido de sus hermanos. Todos
se sumergieron bajo el agua y, en cuestión de minutos, uno traía la dorada
llave en el pico. La tercera prueba era la más difícil. Entre las tres hijas
del rey, que estaban dormidas hacía meses, había que escoger a la menor, que
era la más buena. El problema es que eran muy parecidas. Sólo las diferenciaba
un detalle: Las dos mayores habían comido un terrón de azúcar, y la menor, una
cucharada de miel. “¿Qué haré?” pensó Benjamín muy apurado. Pero entonces, por
la ventana entró volando la reina de las abejas y se posó en la boca de la que
había comido miel. De este modo, Benjamín reconoció a la más buena. En ese
mismo instante se rompió el encantamiento. Los habitantes del palacio
despertaron y todas las figuras de piedra recuperaron su forma humana. Benjamín
se casó con la princesa más joven y, años después, llegó a ser rey. Sus
hermanos, liberados también del hechizo, se casaron con las otras dos hermanas.